UNA
SIESTA DE DOCE AÑOS
Educar debe de ser una cosa
parecida a espabilar a los niños y frenar a los adolescentes. Justo lo
contrario de lo que hacemos: no es extraño ver niños de cuatro años con
cochecito y chupete hablando por el móvil, ni tampoco lo es ver algunos de
catorce sin hora de volver a casa.
Lo hemos llamado sobreprotección, pero es
la desprotección más absoluta: el niño llega al insti sin haber ido a comprar
una triste barra de pan, justo cuando un amigo ya se ha pasado a la coca.
Sorprende que haya tanta literatura médica
y psicopedagógica para afrontar el embarazo, el parto y el primer año de vida,
y que exista un vacío que llega hasta los libros de socorro para padres de
adolescentes, esos que lucen títulos tan sugerentes como Mi hijo me pega o Mi
hijo se droga. Los niños de entre dos y doce años no tienen quien les escriba.
Desde que abandonan el pañal (¡ya era
hora!) hasta que llegan las compresas (y que duren), desde que los desenganchas
del chupete hasta que te hueles que se han enganchado al tabaco, los padres
hacemos una cosa fantástica: descansamos. Reponemos fuerzas del estrés de
haberlos parido y enseñado a andar y nos desentendemos hasta que toca irlos a
buscar de madrugada a la disco. Ahora que al fin volvemos a poder dormir, y
hasta que el miedo al accidente de moto nos vuelva a desvelar, hacemos una
siesta educativa de diez o doce años .